viernes, 5 de marzo de 2010

La última angustia

El siguiente relato fue inspirado por las obras de Sófocles: Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona. Perdón por no escribir más seguido. Prometo una cosa: no prometerles nada. Disfruten. LOBO

La última angustia.

Se plantó frente a la inmensa roca que le impedía salir y sentir el tibio sol de las mañana. Su sino, escrito desde tiempo atrás, se le reveló cruel y descarado con la angustiosa inmediatez de los condenados. No quiso culpar a los caprichosos dioses de la decisión que iba a tomar, pues en su última hora sentía que lo mejor era cruzar al Hades con la bendición de las deidades. A oscuras, tanteó el terreno y halló una saliente en la que se sentó. La omnipresente oscuridad y el frio de la cueva le importaban poco.

En sus últimos momentos pensó en todos los hechos que la habían traído hasta ese lugar. Ciertamente el orgullo y el afán de no dejar mancillar su ya de por si repudiado linaje. Ella era, finalmente, un miembro de la realeza; altiva y garbosa. Pues ¿Cómo se atrevía Creonte a sobajar a su hermano y por consiguiente a ella y toda su familia? Si se hallaba sentado en el trono tebano no era precisamente por su habilidad o su coraje. Era por Edipo su padre, el del hado funesto, la razón por la que Tebas se alzaba gloriosa y Creonte podría regodearse.

¿Creonte ordenarle a ella? Jamás. Apresada por la fuerza y condenada a morir de hambre y locura. Tal era voluntad del regente. Sin embargo, no iba a morir de acuerdo a las órdenes de aquel cruel gobernante. No era Creonte y su voluntad la que terminarían con el soplo de vida en ella. Meditabunda, la historia de su vida comenzó a dar vueltas en su cabeza.

En extraña tierra había prometido al hermano exilado que con honores fúnebres habría de despedir su cuerpo. Cumplió. A pesar de la resistencia necia que se le opuso, su promesa saldada estaba. Su padre le había enseñado que las acciones bienhechoras no solo traían hados buenos a los que las recibían, sino que el dador de las mismas se vería recompensado de la misma manera.

De sobra conocía ya las funestas consecuencias de no cumplir con los juramentos otorgados. Su linaje completo era la muestra perfecta de las consecuencias de las palabras. Le dolía más en esos momentos la irremediable soledad a la que se había condenado su débil hermana que la decisión que iba a tomar. Pero ella no dudaba. Se sabía cuidadora y se alegraba de serlo. Protegido había ya al padre y con el afán de evitar el fratricidio había retornado a la tierra de la cual había partido como si se tratase de una apestada.

En el viaje se hizo fuerte. Aprendió a tomar decisiones con firmeza. Los polvorosos caminos no solo habían endurecido sus en alguna época delicados pies sino también su mimado y frágil carácter. Se volvió decidida, audaz. La gloriosa muerte de su padre le confirmaba el honor que era vivir bajo su sangre y no estaba dispuesta a ser una mancha más en la decadente historia familiar. Edipo en su último momento había mostrado la realeza que lo envestía. Mantenerse fiel a su ejemplo la había llevado tan oscura situación. Pero no estaba desesperada si no orgullosa de no haber cedido a la orden de mantener insepulto a su hermano, como presuntuosa estaba de haber sido el báculo del rey de los pies hinchados.

Desairaría los frágiles decretos de su inmundo tío. Sabía que en sus manos estaba el continuar con la rebeldía hasta en su último latir. Desgarró una parte del fino vestido, y con sus manos hábiles y fuertes empezó a trenzarlo, intentando en cada movimiento hacer solido y firme aquel trapo. Sabía que del otro lado del río sería recompensada por el constante cuidado que había brindado a toda su estirpe. Más no se le podía haber exigido pues todo lo había entregado con el afán de vivir bajo los designios del padre, además de ser fiel a la palabra empeñada.

Tanteó el techo de la cueva, en búsqueda de algo que le brindase el apoyo necesario. Lo halló. Podría describirla como un hueco en lo que era la trabe natural de la cueva, que permitía a la cóncava estructura mantenerse firme pese a los movimientos súbitos de Gea y de los respirares de Eolo. Por ese pequeño resquicio hizo pasar la cuerda que había hecho.

Era bajo su mano como la hija del más desdichado rey de Tebas partiría a los abismos de Hades. Con laborioso esfuerzo arrastró una roca para en ella subir y llevar a cabo su plan de autoinmolarse. Realizó un resbaladizo nudo corredizo, lo calzó a la anchura de su garganta y con la misma valentía que en otros tiempos alzó la voz en nombre de su padre, saltó de la piedra. El nudo, vertiginoso, corto de golpe la entrada del aire.

En ese último minuto, recordó que era ella la viva imagen de su madre. Recordó fulminada el terror vago y reconoció a la maestra que la hizo, sin querer, tan ducha en el arte del suicidio. Se imaginó a sí misma, pequeña y temblorosa, con la boca seca, viéndose a los ojos, esos ojos que ya no verían por nadie más, esos ojos que perdían la luz, como el aceite de las ofrendas consumiéndose lentamente. Su ella-niña vio como las manos antes ocupadas en hallar alimentos y en dar sepulturas a los odiados, se crispaban y se alzaban para desplomarse sin fuerza a los costados. Dejó de existir por partida doble y se encontró encerrada en ese cuerpo que se asfixiaba. Se mortificó, con la misma desazón que hacía años había pretendido olvidar, sabedora que su cuerpo jamás volvería a andar. Sintió como el nudo en la garganta le cerraba el corazón y la hacía naufragar en la bruma de la angustia que ya no la dejaba ver y que también le llenaba la nariz con el olor a cenizas y explotaba en su boca con el sabor a monedas de oro que le repugnaba la lengua, lengua que ya no le serviría para exigir justicia ni alabar a los dioses. La angustia le duro casi hasta el ya inmediato final de su vida, pero en el último segundo recordó las alegres caras de su orgullosa familia, que seguramente la esperarían en el más allá y solo así, relajó el cuerpo y Antígona dejo de vivir. Fiera, sin angustia, como le habían enseñado a vivir y como había decidido morir.