En la madrugada, con la dulce invitación del insomnio, convergen en la almohada los contrastes. Ya no son sólo sueños y esperanzas; los demonios se reúnen al aquelarre junto con ángeles que se olvidan de rezar y simplemente se pierden en los retorcidos e interminables vericuetos del placer.
El recuento de los daños es imperdonable. La noche es el juez implacable, soberbio, pasional. Las crisis de cualquier índole, mental y sentimental, mueren o nacen al cobijo del frio de la madrugada. El soy al pude ser. El puedo ser al quiero ser. El tengo al deseo. El tuve al poseo.
No importan, por cierto, las subjetividades. Todo se pierde en la vorágine que provoca la oscuridad, el cantar de los grillos, la artificial luz, la imponente soledad. Sólo el sueño. El sueño que vuela, se esconde, se marcha, se aleja, se disfraza, se burla de los que lo anhelan.
Las peores pesadillas no ocurren mientras desaparecemos de la realidad. Las pesadillas que calcinan el alma son las que nos muestran la realidad desnuda, las que destrozan la trama orquestada y nos muestran las intenciones negras y retorcidas de aquellos que mentían. Son las que ocurren con los ojos bien abiertos, con la mente lúcida, con los sentidos alertas.
Y sin embargo, la esperanza nace en estas horas. Cuando callamos y realmente escuchamos. Tic, tac. Pum, pum. Tic, tac. Pum. Relojes y latidos.
Ya no es solo desesperanza y miedo. Son demonios arrepentidos que rezan al lado de franciscanos pecadores que ya no buscan el placer. Buscan eso que está más allá. Y la madrugada, con la dulce presencia de Morfeo, se llena de paz.