martes, 27 de abril de 2010

Madurar y otras enfermedades.

“Que gane el quiero la guerra del puedo”.

Joaquín Sabina.

La noche sabe a Sabina. Noche para pensar, vida para preguntar. Porque al final esos es lo que nos hace trascender, el afán de lo desconocido. Porque sería fácil dar todo por sentado y solo adaptarse. Apagar el cerebro y conectarnos a la TV o el internet.

Leer se está transformando en un acto para nómadas erráticos. Pensar, en una acción prescindible, en un accesorio para románticos. 2­ más dos siempre igual a 4. Sin pensarlo, sin, al menos, tomarnos la molestia de contar con los dedos. Nos dijeron que así es y así lo creemos, no nos atrevemos a comprobarlo. “Madura muchacho, no pierdas el tiempo”.

De nuestra vida, ni se diga. Estamos más pendientes en conocer si la humilde joven se casara con el rico y apuesto caballero, a pesar de las maldades de su odiosa madrastra; que en preguntarnos si lo que hacemos, lo hacemos por obligación o por amor. Y no amor romántico del que ciega, no, amor a falta de mejor palabra para resumir sueño y esperanza que nos hace levantarnos y pensar. Muchas veces, además, ni siquiera pensamos lo que hacemos, lo asumimos como algo natural, como las cosas deben ser.

La vida y su cultura, más cultura que vida, cultura que nos engrilleta, no que nos hace sujetos. El hombre solo es hombre si… La mujer solo es mujer si… Menos cogito y más ergo. Mientras menos pienso mejor. Porque si pensamos, corremos el riesgo de ser distintos. Y nuestra búsqueda eterna del confort y la seguridad de la manada no van con ser distinto.

Tarde o temprano acabamos por caer, terminamos “por madurar”. “Cuando era joven estaba más loco que tú, pero aprendí”. Y es que las ideas revolucionarias rara vez ponen comida en la mesa. No todos somos Gandhi o Guevara. Y lo escribo con más vergüenza que rabia. Vergüenza de día con día ver como muero yo para que viva de mejor manera el Otro en mí.

De soñador siento que solo me van quedando cada día más solo las almohadas y las cobijas revueltas. De revolucionario, ni las banderas negras y la mano izquierda arriba me representan. Las preguntas y las críticas deben empezar de mí hacia afuera. Y lo intento. Un poco cada día. Pero pareciese que fuese como intentar detener con un curita la herida de una bala.

Hay amor en lo que hago, aún es cierto, pero me preguntó con el afán de no saber la respuesta, ¿Hasta cuándo durara? ¿En qué momento venderé mi alma? Y si la vendo, ojala fuera como el Fausto de Goethe.

“Ya maduraras”. Premisa que me sabe cada día más a condena y menos a buen deseo. Cien años de soledad suenan preferibles a cien años de normalidad. Una vida como Oliveira, viviendo a cada lectura una vida distinta, un nuevo sino, lo diferente como única ley. Kant afirmaba que todos nuestros actos deben ser universales, pero, ¿porqué? ¿Universales para quién?

Pastillas para no soñar dice Sabina. Tristemente existen más los dormidos que no sueñan que los que no quieren un amor civilizado. Todo lo que necesitas es amor. Mentira. Es fácil decirlo con millones de dólares en la cuenta bancaria. Porque sin comida no hay pensamiento. Mafalda, la incombustible Mafalda: “Si uno no cambia al mundo, el mundo acaba por cambiarlo”. ¿Pero cómo cambiarlo?

No con guerras ni con sangre, no. La revolución mexicana sirvió para quitar a un dictador con fecha de caducidad para entronar a otro que no la tiene. El futuro, más que gris parece teñirse de negro, y nosotros ¿de qué color somos? Descoloridos o meramente transparentes. “Madura, se hombre de bien, deja de pensar así, como niño”.

Lloremos amargamente por nosotros, por qué cada día que pasa somos más como Sísifo, creyéndonos a cada empujón más libres para, al final, ser condenados a nunca serlo. Estamos madurando. Guardemos luto por nuestros anhelos, nuestros ideales, por la frescura que hemos sacrificado a cambio de ser mecánicamente precisos.

De la depresión y el llanto aprende uno, es cierto, pero al final, si no se levanta y hace algo para remediarlo, quedara como tapete, sin más valor que el de provocar ternura o tristeza. No tenemos a un Zeus que nos ponga en las manos la piedra otra vez, somos nosotros los que insistimos en cargarla, en llevarla a cuestas, sin darnos cuenta que somos libres y que podemos dejarla a un lado. “Madura hijo”. Sí, pero a mi manera, preguntando, equivocándome, riéndome, pensando.

Aún creo en una solución revolucionaria: pensar y ayudar a pensar. No tumbemos a Batista para después soportar a Castro. Mejor enseñémonos a leer, realmente leer, no solo reproducir lo que un texto dice. Enseñemos a escribir, a realmente escribir, no solo “mi mamá me mima”, si no a lograr que las letras plasmen ideas. No matemos al tío Sam para refugiarnos en la caverna de Mao. Ya no, aceptemos nuestras diferencias, vivamos libres, sin etiquetarnos y sin etiquetar.

Pensar o no pensar ya no el único dilema a resolver, ni la única solución posible. Sí, es hermoso y necesario pensar, pero es mejor la praxis, el actuar con sentido de la acción. Ya lo dijo Marx, menos pensar y más praxis. Menos lloriqueos. No pretendo ser un soñador; al menos no solo eso. Es más fácil escribirlo que hacerlo, lo sé. Pero, si Sausseare no miente y Lacan no falla, a través de la palabra puedo empezar a actuar. Que el papel no se trague las acciones esta vez. Preguntas y más preguntas. La sabiduría griega, yo solo sé que no sé nada. Que bendición. Madurar o no madurar ya no es el dilema. Evolucionar pensando es mi solución. A disfrutar el viaje y sus Ítacas. Preguntando, asombrándome, aprendiendo, creciendo.

Aunque, como dicen todos, al final madurare y dejare de preguntar y de crecer. ¿O no?

domingo, 11 de abril de 2010

Fausto y Elena

A mis amigos.
(Gracias Cris por la inspiración)

-¿He cambiado mucho?- preguntó con la esperanza de recibir un no.

Él, que nunca daba la respuesta correcta sino la verdadera, dijo:
-Sólo lo suficiente. Aunque en realidad lo que cambió fue mi manera de verte, de entenderte- se lamió los labios y continuó -Huele a lluvia, Elena-.

-Son las hojas de los arboles Fausto, recuerda- señaló las copas que les regalaban un momento de frescura -Hoy es 20 de marzo, por eso hoy huele a lluvia, porque mañana no caerá-.

-Las ilusiones de marzo, cierto-.

-Los espejismo Fausto, los espejismos-.

Callaron un instante. A Elena los silencios la molestaban, pero no este silencio, no en este momento, nunca el silencio de Fausto. Porque cuando Fausto callaba era para escuchar mejor, para digerir lo que el otro había dicho. Una vez le había confesado que cuando ella hablaba la boca le sabía a canela con manzana. Se sentía devorada y ese acto de canibalismo la halagaba y la hacía sentirse excitada. En ese silencio se vivió a si misma empapada por la lluvia que llenaba las narices de Fausto, llenándole el paladar de manzana, perfumandolo a canela.

-Los espejismos... Tienes razón.- La miró a los ojos y continuo -¿Interrumpo tu pensar?-.

-No querido mio, por supuesto que no- tomó su mano -Continua-.

-Es mejor espejismo que ilusión. Que bueno que me corregiste. Yo imagino algo que me gustaría que estuviera, algo real, a partir de un olor, que también creo real. No imagino nada más que eso que está en mi mente, pero el olor resulta ser falso. Digamos que soy un perro cazador siguiendo un rastro como de zorra pero que no lo es, para al final ser apaleado por los cazadores por haberle hecho perder el tiempo. ¿Pero fue el olor, o mi deseo, la verdadera causa del espejismo? ¿Quién engañó primero al cerebro? Los espejismos de marzo... ¡Que filósofa eres Elena!-.

-Tú si has cambiado, Fausto. Hablas muy raro-.

Fausto rió estrepitosamente, haciendo caer las ultimas hojas sobrevivientes de los vientos del otoño y la dureza del invierno. Elena lo secundó, con la risa recatada que las monjas le habían inculcado. A Fausto le encantaba oír reír a Elena. Parecía tan ella, alejada de su necia obligación de ser perfecta, libre, viva.

-Elena, ¿cuanto tiempo llevamos sin...?-

-¿Hace cuanto que te fuiste?-.

-Casi dos años-.

-Dos años entonces-.

-Pero ahora tú estas a punto de casarte...-.

-Eso no cambiara nada, Fausto. No te importaba cuando tenía novio- clavó sus ojos en los de él-¿Porque habría de importarte ahora?-.

-En eso tienes la razón, hagamoslo entonces-.

Lentamente se dirigieron al sitio más oscuro del bosque, Fausto tomaba de la mano a Elena, guiándola con seguridad. A pesar de todo el tiempo transcurrido, ese camino no se le borraría nunca de la cabeza. Elena disfrutaba del sendero, recordando las distintas cosas que ya habían hecho explotando al máximo su imaginación.

-Llegamos- dijo Fausto.

-Sí- contestó Elena.

-¿No crees que son tonterías de adolescentes?- Fausto tragó saliva -Me parece que a nuestra edad...-.

-Calla. Tal vez lo sean, tal vez no, pero mientras nadie se entere está bien- lo abrazó gentilmente -Anda, hagamoslo-.

Fausto sonrío, sabía que Elena no podía ver su sonrisa, pero el sentía la de ella. Elena sonrío, sentía la sonrisa de Fausto y sabía que él hacía lo mismo.

-¡Mi primer beso se lo dí a una cabra!-.

-¡Mi primer beso se lo dí a mi primo René!-.

Regresaron a la luz, sonrientes, vivos, más amigos que nunca. Sabían que era un tontería, pero sentirse niños una vez más, recordar la vida que transcurrió, los secretos que guardaban (Elena amo a Fausto hasta entrar a la universidad, mientras que Fausto le había robado un beso a Elena), darse el tiempo de regresar a ese lugar y poder, por un momento, hacer que el reloj fuese para atrás, era lo que los mantenía vivos.