domingo, 1 de agosto de 2010

Mal de amores.

El nuevo sol se coló, ligero, por entre las tejas de la pequeña casa. Recorrió perezoso los gastados muebles, perdiéndose entre las grietas que el polvo utilizaba como campamento, dio calor al piso de cemento y, curioso, se asomó por encima de la cortina que separaba la sala del cuarto de la joven.

La encontró tendida en la cama, abrazando un retrato y llorando amargamente. Releía, vez tras vez, las escasas líneas que estaban plasmadas en la parte trasera: “Porque un amor verdadero nunca se olvida. Te amo”. Cada letra le arrancaba lágrimas, suspiros y, como palabras mágicas, iniciaron un proceso jamás visto en ese pueblo.

Rosa lentamente se fue desvaneciendo, cabello por cabello. Como las gotas de lluvia entre las ardientes caricias del mediodía, su imagen se evaporaba para condensarse en una nueva ella, menos asible pero más densa.

Entre las cuatro paredes, de tanto llorar los ojos ya no escurrían perlas saladas, sino que empezaron a manar agua sulfurosa. El olor penetraba y taladraba las paredes de la casa, apestándola. Los estertores del llanto perdieron melancolía y ganaron violencia, la cual hacía cimbrar los floreros de vidrio llenos de agua y olvido. El alcohol en los pies, remedio infalible, solo provocaba una andada de gritos, golpes e insultos que cesaban con la misma velocidad intempestiva con la que había iniciado.

No entendían si se trataba de una maldición o de una extraña enfermedad. Aterrados los padres acudieron a la más alta autoridad del pueblo: el párroco del curato de San Andrés. Por una larga semana se dedicó a orar; impávido, impotente. Rezaba rezos que nada hacían, que nada conseguían pero que eran su mejor forma de preservar la reputación de hombre santo y excomulgador de demonios que le precedía. Un sudor frio le recorría la espalda y la frente mientras repasaba las cuentas de madera del rosario entre sus largos dedos. Ninguna de sus experiencias de exorcismo lo preparó para expulsar al mal que aquejaba a aquella doncella.

Y Rosa se desvanecía.

Mal de amores, dijo la comadrona que vino detrás del cura. Un mal más viejo y fuerte que todos los azotes con ramas olorosas que le dio. –Al amor no se le vence- fue su conclusión tras la quinta limpia con huevos de guajolote. La chaman se marchó a medio día, con las amplias faldas amarillas perdiéndose de vista entre lo café y terregoso del camino. Se fue como Rosa se estaba diluyendo.

Los padres, para no dejarse derrotar acudieron a pedir consejo al pueblo vecino. Si no era una maldición debía tratarse de una enfermedad. La enferma no habló en las casi seis horas que duró la consulta. Por más que le pellizcaron los moreteados muslos, por más inyecciones y muestras de sangre que le sacaron la joven no profirió ni siquiera un ¡ay! que la diferenciara de los muertos. Baños de cinco horas diarias fue la única recomendación del doctor. No se le ocurrió más nada, pues lo único que sabía de medicina era lo que leyó en la secundaria acerca del cuerpo humano, y el olor a azufre de la chica lo había mareado desde los primeros minutos de la consulta. –Con eso seguro se cura- fue toda la respuesta. “O al menos olerá a gente” pensó para sí mismo.

Los padres salieron un poco más aliviados aunque existía un pequeño inconveniente: el río del pueblo hacía dos veranos que se había secado. Sin embargo, la lluvia que no había caído durante todo ese tiempo escogió el primer viernes tras la visita al pueblo vecino para retribuir las cosechas perdidas. Caía, fina, como pequeñas lanzas. Cada gota deshojaba los quebradizos cabellos de Rosa, tornando los labios rojos en muecas grisáceas.

Nunca supieron que hizo efecto, si los rezos, las limpias o la lluvia. Pero las lágrimas perdieron primero su olor a azufre y luego cesaron de caer como las hojas cuando termina el otoño. Su cuerpo frágil dejó de temblar y entró en una extraña calma.

Pero ni la pequeña calma impidió que siguiese el extraño proceso de la desaparición. Más bien parecía que en la calma exterior se agudizaba la extraña manera en que se diluía. Tras el largo mes desde que todo había empezado solo se distinguían con certeza los enigmáticos ojos negros, los labios con apariencia a ceniza de volcán y las manos delicadas libres de adornos. Todo lo demás estaba casi perdido, sepultado en el olvido, olvido que no mataba pero del cual no se podía regresar.

La alarma de los padres se convirtió en resignación. La movían de la cama a la ventana desde la cual se vislumbraba el pequeño jardín de rosas que ella hizo crecer y que se iba marchitando de tanta lluvia y ausencia. Se daban cuenta que seguía viva porque de vez en cuando roía el pan de la cocina. No hablaba y si respiraba lo hacía con la sagacidad de las fieras que cazaban. Se acostumbraron a verla como una sombra más en la casa. Su presencia invisible mortificaba cada vez menos la casa.

Un día, tras regresar de sembrar en la parcela de don Simón, vieron con asombro que las rosas del jardín habían sido arrancadas y quemadas, entre los restos hallaron un pedazo de fotografía calcinado en el que con dificultad se podía leer “Rosa”. Estela había dejado de llorar, de sufrir por el amor que nunca fue suyo.

El recuerdo de Rosa había desaparecido, el fuego que devoraba el papel y los pétalos destruía al virus del recuerdo que la enfermo. Estela era libre, su corazón también. El mal de amor se fue.