lunes, 14 de febrero de 2011

Consejos

Te conocí con la naturalidad con la que el sol nace en las mañanas, y algo que muchos llaman amor me fue naciendo con el paso de los días. Pero nunca supe como decírtelo.

Pregunté, por inocente, como sería adecuado amarte. Me dijeron algunos que si te llenaba las manos de flores, joyas y costosos regalos te darías cuenta que en mi pecho palpitaba algo más que una locura de la piel.

Los jardines del vecindario quedaron desiertos de pétalos, sin rastro de claveles o de rosas, el pasto se quedó sin amigas a quien admirar y las abejas padecieron la primera hambruna de su larga historia.

Dije adiós a mi apacible cartera media llena, hola a tarjetas de plástico que valían incluso más que yo y llené de autógrafos a una tienda que vendía enseres que no sabía que el ser humano necesitaba para vivir.

Acudí a tu puerta y tras la complicada tarea de acomodar todo aquello dentro de tu estancia sin que estorbara (mucho), te sonreí. Una tímida mueca que me gustaría creer fue una sonrisa, un “gracias, es mucho, no debiste” y una taza de café fue todo lo que obtuve. Y lo que más me dolió fue que ni yo estaba seguro que todo eso significara algo.

Me marché de tu lado y acudí a un bar donde el humo del cigarro y los falsos oasis embotellados soltaban lenguas y derretían lágrimas de hombres flacos, mal rasurados y olorosos a sudor. Hablaban mucho, pero sobre todo del amor; inocente aún, les pregunté cómo debía mostrarte que te amaba. “Escríbele en versos lo qué te nace del pecho, pero sé poético y no vulgarmente corriente. Dile de muchas maneras lo que sientes pero sin nombrarlo. Solo así”.

Me fui de ahí, pues el humo y la sordina charla de esos mudos parlantes me impedían concentrarme en mi tarea de mostrar mi amor a letras. Te escribí, un par de líneas sobre una negra noche cuya esencia yacía en su destrucción, es decir, en una vibrante aurora fresca que la terminaría para empezar el germinar de una alondra pasajera que iba y venía, incansable, por entre las nuevas aguas salinas de un lago en el que se podía beber sin saciarse nunca pero cuyo propósito era precisamente ese, el beber insaciable.

Orgulloso regresé al marco de tu puerta, con mis sentimientos condensados en aquella hoja manchada de tinta negra, olorosa al jabón con el que me baño. Tomaste entre tus manos de diosa hindú aquel trozo de papel y leíste más de un par de veces lo que ahí estaba escrito. Frunciste el seño y me preguntaste “¿Qué significa esto?”. Avergonzado de mi escaso potencial de escritor, me marche, sin decir media palabra.

Vagué por entre callejones, caminos, senderos polvorosos y grandes carreteras, y vez tras vez volvía con una nueva manera de decirte lo que siento. Ninguna funcionó. Cada vez me recibías en el quicio de tu puerta y cada vez daba media vuelta para huir avergonzado por no hacerte ver la explosión de mi amor.

Decepcionado de mí y mi torpeza para seguir consejos decidí dar migas de pan a las palomas que habitaban en el parque. Casi sin notarlo cruzaste por entre el tumulto que hacían y no pensé más en pedir consejos.

Tomé tu mano, apreté tu cuerpo al mío y deposite, sin más preámbulos, un beso que aún no sé como empezó, cuanto duró y cuando terminó, pero que me sigue endulzando la vida. “Te amo” dije, “te amo y es todo” repetí mientras me llenaba del manantial de tus pupilas. Reíste y esta vez fuiste tú quién me robo un beso, “¿Porqué no hiciste esto antes?” dijiste. “Nadie me lo aconsejó” dije, mientras te tomaba de la mano y reí, sabiendo que, al fin, mi corazón había podido hablar.