jueves, 20 de octubre de 2011

Palabras

Las palabras, ninfas inocentes, por sí solas son vacías, inocuas, receptáculos apenas de lo que en ella se pretenda hacer llegar.

A veces se les obliga a que inyecten veneno, se les cubre de espinas y velos oscuros, se les suelta y no caminan más, reptan ansiosas de picar, emponzoñan oídos y dejan en los ojos (espejos del alma) tatuajes horrendos en los que se reconoce su marca de odio.

Algunas otras son vestidas de tonos alegres, se les llenan de sabores a frutas frescas y vino bravo de países del sur. Perfumadas van alegrando las narices con olor a rosa y madera recién cortada. Estas ninfas no se inyectan sino que entran a golpe de tiernas caricias por los poros abiertos y deseosos de la piel.

Algunos sabios maestros las toman entre sus amorosos dedos y con delicadeza las van retratando con viveza entre la blancura impecable de las hojas. No las cuelgan entre alfileres como mariposas muertas ni las dejan secándose como flores de amores viejos, las preservan siempre vivas, llenas de energía, parlanchinas de cosas que hacen a la mente crecer. Gozosamente se le encuentra entre los libros, siempre dispuestas a actuar ante los ojos que las regresan a la vida que nunca perdieron.

A mí me gusta verlas libres, danzarinas que entre vuelta y risa se dejan conducir por la música que el viento les regala sólo a ellas, mientras las esparce por las rutas del mundo, para que sean gitanas vagabundas, viajeras insaciables y alegres, transparentemente olorosas a brisa fresca y con el sabor del agua fresca que aún nace en los milenarios manantiales. Así son esas adictivas ninfas de la inspiración llamadas palabras.

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